sábado, 9 de febrero de 2013

5. JJJ


Es posible llegar a ser tan hijoputa como Juan José Javier, pero para eso hace falta entrenar mucho. No está al alcance de cualquiera pasar de príncipe de Triana a duquesa de Móstoles. De señorito andaluz venido a menos a homosesuá respetao, como dicen en la radio.
Más de uno se deja engañar por su rostro fofo de gelatina, pero tiene la cara de cemento armado, y un hocico que le llega a Portugal, y unas manos finas, de esas que solo se consiguen tras varias generaciones sin dar un palo al agua, terminadas en unos dedos largos, largos, largos. «Para coger mejor el dinero de los demás», le diría a Caperucita el lobo travestido de abuela.
El menda lerenda regenta una franquicia inmobiliaria desde la que ha elevado la dialéctica del mercado a sus más altas cotas, hasta convertirla en un metalenguaje del timo.
El «piso coqueto» es una puta caja de zapatos y el «apartamento a reformar» significa que para poder entrar hace falta lanzar un cartucho de dinamita, y luego, bueno, luego ya veremos.
También ha elaborado una versión alternativa de las matemáticas. 50 metros útiles escriturados son 70. 70 son 90. 100 se convierten en 150. El muy truhan la llama la progresión estimada. Estima si el cliente ve bien, si tiene o no luces, y le mete el palo, bueno, el palo de la fregona, el cubo y un ladrillo si el incauto se deja.
Pero donde este amo de la hipérbole se crece es la improvisación, cuando los clientes le ponen a prueba con sus nimiedades:
—Esa pared está torcida.
El tipo se atusa la corbata, se ajusta los gemelos del Real Madrid y sin rubor alguno suelta:
—Qué va. Es un efecto óptico.
Todas las inmobiliarias de Móstoles hasta Navalcarnero citan como ejemplo una de sus ocurrencias más célebres. Sucedió mientras vendía a una anciana un apartamento interior dos pisos por debajo del suelo. Oscuro como boca de lobo. Y tan húmedo que hasta las ratas se iban para no pillar artritis. No valía ni para ocultar alijos de droga. Vamos, que no se metía ahí ni Alí Babá puesto de grifa hasta las cejas.
—Me parece un poco oscuro —adujo la señora, dubitativa, al ver semejante antro: sin una ventana e iluminado por una bombilla a punto de agotarse.
—Eso es ahora, porque son las siete de la tarde. De día lo verá todo de otra manera.
Qué arte el tuyo, JJJ.

viernes, 8 de febrero de 2013

4. Zombis

«Un estúpido es el tipo de persona más peligrosa que puede existir».
(Quinta ley de la estupidez, de Cipolla)

Tienen que echar algo en el agua. No me cabe duda. Semejante concentración de estúpidos por metro cuadrado no puede ser casual. Estos ciudadanos han degenerado. Parecían más inteligentes cuando llegaron a la barriada hace unos pocos años; ahora, un centro de educación especial ha fletado un autobús para esta zona. Y va petao, no cabe un alfiler.
Los niños babean, renquean, emiten sonidos guturales. Patizambos de una sola ceja. Son zombis. No solo ha empeorado la prole, a los padres también hay que darles de comer aparte: uno de ellos se pilla los dedos en la puerta todas las semanas, otro se ha salido de la carretera once veces en el mismo sitio y mi vecino de enfrente, sin ir más lejos, se pierde cada dos por tres, incapaz de encontrar su casa. Puedes ver abiertas muchas puertas al transitar por las calles. ¿La razón? No hay manera de meter la llave en la cerradura con el baile de san Vito que llevan encima.
Menudo nivelazo.
La convivencia tiene su aquel: no recoge la caca de los perros ni el tato, arman tal follón que resulta imposible oír los atascos de la M-30, aparcan donde les sale del nabo (en un paso de cebra, sobre una acera o en medio de la calle), su código de la circulación tiene una norma: sus santas pelotas, son guarros hasta la náusea, ponen el porno a todo volumen a las cuatro de la mañana y la lían parda por un sí o por un no, pues son suspicaces hasta decir basta. Y dejan un reguero de baba en las aceras que da asco.
Poner coto a sus desmanes es un trabajo demasiado fino para la policía local. Por suerte en el barrio disponemos de gamberretes: les ponen silicona en las puertas, les tiran piedras cuando arman escándalo por las noches y les despiezan los coches cuando los estrellan contra las vallas.
Me estremezco solo de mirarlos. Porque lo que veo da miedo.
Todos tienen trabajo (de mierda). Les conceden préstamos (de risa), con la que está cayendo. Les va bien (si esa vida merece tal nombre, claro).
Cometimos un error al tomarlos por retrasados mentales.
Esta cuadrilla de descerebrados, incapaces todos de hilvanar dos pensamientos seguidos y de hacer la o con un canuto, son el futuro, el modelo de ciudadano iletrado y dominable.


domingo, 3 de febrero de 2013

3. Koldo

Puede ser y es muchas cosas, listo como el hambre, vago como la chaqueta de un guardia, una ameba sexual, un surtidor de caspa, pero a la postre, si preguntas a cualquiera, todos te dirán que Koldo es el vasco de Albacete.
Y es que el destino le ha negado su mayor deseo. No hay nada mejor en la vida que ser vasco, y puesto a ser vasco, no existe mayor muestra de perfección que nacer en Bilbao. Un vasco, vasco, un vasco perfecto nace en Bilbao, joder. Porque Bilbao no es una ciudad, es un país en continua expansión, donde siempre sale el sol, porque si no sale lo sacan a hostias. Allí se inventó el fuego, el arco y la flecha, la rueda, los donuts y la txapela, ¡aiba la ostia!
No obstante, el destino le jugó la mala pasada de hacerle albaceteño de nacimiento.
Koldo fue atleta de joven. No es de extrañar. El tipo es la radiografía de un suspiro. Con tan poca anatomía llegaba el primero a la meta. Tenía un gran futuro como medio fondista y le ofrecieron becas y ayudas, pero él lo encontraba muy fatigoso. Su especialidad eran los diez metros lisos.
Sí, diez.
Koldo desaparece en un abrir y cerrar de ojos cada vez que surge un problema.
Lo ves. Ya no lo ves.
Qué zancada.
Qué brío.
Qué pedazo de cobarde.
Koldo es profesor en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme porque no es Bilbao. Lleva en el instituto Ahítepudras toda la vida. Ya forma parte del mobiliario. Los años pasan y Koldo queda.
El tipo deambula por recreos y otras zonas comunes con sus andares de ave zancuda. Con esas pintas suyas de profesor Bacterio parece un blanco ideal para los alumnos, pero nadie se le aproxima, pues, a diferencia de los docentes, los estudiantes intuyen algo raro en él, y no se le acercan ni en broma.
Y es que Koldo es un perverso clínico.
Como estudiante de Sicología le encantan los experimentos de laboratorio y no hay mejor terreno de prueba que su departamento. Le gusta malmeter, crear situaciones difíciles, solo por ver qué pasa. A ver cómo reacciona la gente. Si es que el pobre se aburre.
Pero lo hace de forma que él jamás está en primera línea de fuego.
Qué arte tiene el muy cabrón al marcar las cartas.
Una palabrita allí. Un hecho por la espalda. Dos o tres mentiras. Y la inestimable colaboración del español medio, con un don único para ponerse las orejeras y meterse en todos los charcos donde no hay nada a ganar. El tipo ha logrado desquiciar a todos sus profesores, pero nadie le achaca nada. Porque Koldo es como Julio César, divide para vencer. Los tiene tan ocupados puteándose entre ellos que no les queda tiempo para buscarle las vueltas a él.
Algunos confunden estas prácticas con cambios de humor y lo achacan a su vagancia. Y hasta le han escrito un poema.

Gira y gira la veleta
para no dejarte saber
si enseña culo o jeta.
Gira y gira, coqueta,
la muy paleta.

Koldo sonríe si alguna vez lo oye y se hace el orejas. Y cuando alguien le hace un comentario, condescendiente, dice que sí, que es un manta, ya su madre le llamaba «txoriburu» (cabeza de pájaro) porque hacía las cosas sin pensar. Pero es mentira. Sus padres le tenían calado y le consideraban un cabrón con pintas.
En el fondo, se sorprende un poco de que no le hayan pillado el truco después de tantos años. La gente prefiere creer cualquier cosa menos la verdad. No deja de resultar enigmático. Las personas son muy malpensadas, pero luego se resisten a creer la opción mala, la única verdadera.
Está contento, pero su felicidad no es completa. Ay si él fuera de Bilbao.